¿Qué pasa con las izquierdas y la tecnología? Cada vez que se enuncian las palabras «progreso», «robótica», o «industria 4.0», se considera que en América Latina esas ideas carecen de lugar. Parecen ajenas a nuestro mundo, lejanas y de imposible aplicación. Como si solo fueran posibles en los países desarrollados. Hace apenas unos meses, la editorial Caja Negra publicó un libro titulado Aceleracionismo. Estrategias para una transición hacia el postcapitalismo, exhibiendo, quizás por primera vez, estos debates en la región. Se trata de una compilación de trabajos analíticos realizada por Armen Avanessian y Mauro Reis en la que se propone pensar este «nuevo futuro» llamado aceleracionismo. Y, en efecto, el debate en torno al aceleracionismo discute si una forma de revitalizar a una izquierda esencialmente defensiva desde hace años, no sería militar la aceleración de las tendencias actuales de la tecnología (automatización del trabajo, desarrollo de una sociedad post salarial) hasta llevarlas más allá del capitalismo.
Ahora bien, ¿cuál es el estado de esas tendencias tecnológicas en América Latina? La llamada «industria 4.0» es un nuevo estadio en la tendencia secular de la automatización que una amplia batería de next techs, desde las conocidas formas de Inteligencia Artificial hasta la impresión 3D pasando por la robótica. El cambio es tan imponente que Ariel Coremberg amplió la lista de factores de producción dividiéndolos en tangibles TIC (tecnologías de información y comunicación, vg. hardware); tangibles no TIC (maquinaria); intangibles TIC (software, bases de datos), tecnología de innovación (investigación y desarrollo), competencias (marketing), y capital no reproductivo (inmuebles y trabajo no calificado).
Asia versus América latina: el rezago americano
Al final de sus «gloriosos 15 años» de buenos precios internacionales y políticas redistributivas que le permitieron entre 2000 y 2014 no solo crecer sino reducir la desigualdad social, América Latina sigue a la zaga del mundo en materia de productividad. En los últimos cincuenta años la productividad latinoamericana creció un 0,4%,. Se encuentra al mismo nivel que Medio Oriente y atrás de África (0,7%), el ex bloque comunista (1,5%), Europa (0,5%), América del Norte (0,9%), y Asia (5,5%).
El brutal contraste con Asia merece un repaso histórico: ambas regiones comenzaron su proceso de industrialización en la década de 1960, aprovechando primero las políticas norteamericanas de fomento en el contexto de la Guerra Fría, y luego el ciclo de deuda barata y offshoring que llevó a las principales firmas del mundo desarrollado a trasladarse a la periferia en busca de costos laborales más bajos. Desde entonces, señala Irmgard Nübler, América Latina y Asia compartieron su condición de «países de ingresos medios» y poco más. Los países asiáticos aprovecharon su desarrollo tardío para incorporar mejor las innovaciones tecnológicas, tal como lo habían hecho Japón y Alemania a mediados del siglo XIX. La robotización y las formas de contratación posfordistas de la década de 1980 encontraron un laboratorio formidable en el Sudeste Asiático, al punto de que Corea del Sur cuenta, ahora mismo, con la industria más robotizada del planeta.
América Latina, en cambio, se recostó sobre su histórica ventaja comparativa: los recursos naturales. A la salida de la crisis políticas y económicas de las décadas de 1970 y 1980, se reintegró al comercio mundial como proveedor de productos primarios a China. Si tomamos los factores de Coremberg, su crecimiento se sostuvo del capital no TIC, el desarrollo de bases de datos y la incorporación de trabajadores. Este último factor se está agotando: la cantidad de trabajadores jóvenes para incorporar al mercado se reduce a medida que la natalidad de la región cae: de 3,6 nacimientos por mujer en 1985 se pasó a 2,1 en la actualidad. Una salida para esa situación sería el mejor aprovechamiento de la mano de obra femenina, subutilizada en la región.
Pero si se trata de incorporarse a la industria 4.0, América latina no puede seguir confiando en su reserva de trabajadores baratos y recursos naturales. En materia de investigación, desarrollo y formación de recursos humanos, la región tiene problemas estructurales: menos de 1 de cada 10 hogares pobres latinoamericanos tiene conexión a internet, según datos del Banco Mundial. El freelancismo está subdesarrollado en la región y la mayor parte de su emprendedorismo es de subsistencia. América Latina, dice Senén Barro, es una región con muchos emprendedores y poca innovación.
El grado de inversión privada en innovación de productos, procesos y servicios, es bajo incluso entre multilatinas. El desinterés empresario hace caer todo el peso de la innovación en las universidades que, en la actualidad, desarrollan el 50% de la investigación. El 80% de las publicaciones científicas absorben el 30% del presupuesto en I+D y monopolizan la formación de recursos humanos. Proyectos como el programa agricultura de precisión en Instituto de Automática de la Universidad de San Juan (Argentina) que desarrolla robots móviles terrestres y aéreos para mapear cultivos, o el Proyecto Irazú de satélites para monitorear el cambio climático en los bosques desarrollado por el Tecnológico de Costa Rica, son buenos ejemplos de esfuerzos públicos regionales de un sector (la robótica agrícola) que en el mundo aspira a facturar 1,5 billones de dólares al año. Cuando el 67% de las firmas brasileñas afirman tener problemas para encontrar personal calificado, parecen omitir la responsabilidad que les cabe en ello.
Un lugar en el mundo
Economistas como Dani Rodrik admiten que las nuevas condiciones del desarrollo tecnológico no facilitan la incorporación de nuevos jugadores. Si en la década de 1970 la crisis del fordismo habilitó el offshoring, hoy las tecnologías como la impresión 3D o la robótica revirtieron la tendencia: los procesos de producción vuelven a los países centrales. Ya no será posible repetir gestas desarrollistas como la del Sudeste Asiático. El alcance de este proceso de relocalización, conocido como reshoring o in-sourcing, es debatido entre economistas. Unestudio de Bianca Pacini y Luca Sartorio sobre la industria automotriz entre 2006 y 2015 concluye que no hubo reshoring, sino que incluso aumentó el volumen comerciable entre centro y periferia.
Para saber el lugar que una región ocupa en el mundo es necesario atender a las cadenas globales de valor, es decir, aquello que Gaaitzen De Vries define como el conjunto de actividades directa o indirectamente necesarias para producir un bien distribuidas en diferentes países e industrias. Dentro de estas cadenas los países pueden exportar bienes propios, reexportar bienes sin modificaciones en el valor o ser una escala en el proceso productivo de un bien dentro de la misma firma. Esta tercera opción parece restringirse a medida que las nuevas tecnologías acortan las cadenas de valor.
Entre 1995 y 2011, México y Brasil ampliaron su participación en las cadenas globales de valor alrededor de un 50%, a costa de viejos centros industriales como Estados Unidos o Alemania. Pero entre 2011 y 2014 el comercio de bienes intermedios se redujo a la mitad. Hoy Brasil debe contentarse con ensamblar iphones manufacturados y diseñados en otros países, y quedarse con poco más que trabajadores de baja calificación y un magro saldo de reexportación. Economistas como John Van Reenen consideran que esa tendencia puede revertirse con acuerdos comerciales que prevean la transferencia de tecnología e innovación y eviten la reprimarización de la economía.
El mercado de trabajo
¿Qué efecto tendría la llegada de la industria 4.0 sobre los mercados de trabajo latinoamericanos? Muchos sindicatos latinoamericanos la resisten o al menos advierten sobre los puestos de trabajo en riesgo por la automatización. Carl Frey Michael Osborne, economistas de la Universidad de Oxford, les dan la razón: según sus cálculos son robotizables el 47% de los actuales puestos de trabajo norteamericanos, el 57% de los países que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), y el 77% en China. Las ramas más sensibles son la industria textil, la electrónica, la automotriz, la agricultura y, especialmente, el transporte, que sólo en América Latina, puede expulsar a 44 millones de trabajadores.
En América Latina, Argentina y Uruguay encabezan la lista del Banco Mundial de países con trabajo redundante, es decir reemplazable por tecnología, con un 60%. En el detalle de ambos países, los hombres de 15 a 30 años con educación primaria o secundaria incompleta aparecen como el grupo más amenazado. Otra forma de medirlo es el porcentaje de tiempo laboral invertido en tareas automatizables: 53% en Colombia y Perú, 52% en México, 50% en Brasil, 49% en Chile, 48% en Argentina.
Algunos han discutido las proyecciones de Frey y Osborne argumentando que menos del 5% de los puestos de trabajo son totalmente automatizables y que la mayor parte son automatizables en un promedio del 30%. También aducen que la misma industria 4.0 crea nuevos puestos de trabajo mediante el uso de plataformas electrónicas en formas de «capitalismo colaborativo» como Uber o Airbnb, economía gig o de pequeños encargos, «contratos de cero horas», etc. Todas formas de trabajo más inestables y carentes de seguridad social. Muchos de esos nuevos puestos de trabajo aparecen en zonas diferentes a los viejos, y ese desplazamiento geográfico tiene un costo individual y colectivo. En América Latina, esos cambios se darían sobre el telón de fondo de la precariedad laboral (el 60% de los puestos de trabajo que esperan a los jóvenes latinoamericanos son informales) que, paradójicamente, por un lado entorpece la difusión de tecnologías y, por otro, corre el riesgo de agravarse con las nuevas formas de trabajo que la industria 4.0 favorece.
Llegados a este punto, queda claro cuál es el aporte del aceleracionismo para el debate latinoamericano. Difícilmente la aceleración de una zona rezagada pueda conducir al poscapitalismo. Quizás su horizonte más optimista pueda ser alcanzar un capitalismo más moderno. Sin embargo, la asimetría del proceso en el contexto de la dualidad estructural latinoamericana, obliga a pensar en formas de ingreso no salariales como la renta universal, no solo para atemperar el impacto socioeconómico, sino también para facilitar la formación de recursos humanos al democratizar el acceso a las nuevas tecnologías. La lucha por una sociedad postsalarial es una bandera aceleracionista que las izquierdas latinoamericanas deberían abrazar, en lugar de aferrarse a la tecnofobia defensiva. Y los interesados en la modernización capitalista de la región, también.
[Publicado na edição digital da revista Nueva Sociedad, Maio de 2018]