En el Teatro Manuel Artime, em Miami, Donald Trump anunció la continuidad de “guerra fría” hacia Cuba. Como una tendencia del actual mandatario – contrario a toda política de su antecesor -, este retornó a la pequeña Habana para cumplir su promesa de “revertir” el acuerdo entre ambos países, construido mediante diversas órdenes ejecutivas de Barack Obama.

Si variable durante campaña, su compromiso con los amigos cubanoamericanos retornó a la retórica inflexible de la negociación condicionada a cuestiones como la promoción del estado de derecho, respeto de los derechos humanos y el fomento de libertades económicas y políticas. Con una firma, Donald Trump inclinó las decisiones en su “dilema” en contra de los crecientes intereses empresariales norteamericanos en la isla y de su propia nación.

Las restricciones del mandatario plantean la canalización de las actividades económicas con el sector privado, impidiendo estas con el grupo GAESA; fortalece las restricciones de viaje de turismo norteamericano a la isla, limitando o prohibiendo los viajes individuales; ordena a los Departamento de Tesoro y Comercio la emisión de nuevas regulaciones en un plazo de treinta (30) días; reafirma el embargo, e incluso planteó endurecerlo.

Por su parte, las embajadas continuarán abiertas, no fue restaurada la ley “pies secos/pies mojados” y continuarán los viajes de los cubanos en Estados Unidos hacia la isla y sus remesas, mantiene la salida de Cuba de la lista de países terroristas del Departamento de Estado; mientras el embargo económico ha permanecido desde 1962 y no ha existido – siquiera en la administración Obama – posibilidad de derogación por parte del Congreso norteamericano.

La nueva política pretende impactar económicamente a la isla – en un contexto regional desfavorable y sobre el cual Trump parece tener una política indefinida, excepto hacia México, Cuba y Venezuela. En relación a Cuba, el lobby norteamericano – sin aparente poder de influencia desde hace algunos años – se permite crear una extensión del pasado.

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Un pasado contraproducente a ambos gobiernos y naciones. Contrarias al discurso político “América first”, ya un informe previo de la Engage Cuba Coalition estimó pérdidas de 6.600 millones de dólares a la economía estadounidense y más de 12.000 empleos. Con su retórica, la actual administración amenaza los beneficios de las potenciales relaciones económicas entre ambos países, desconociendo las acciones –tanto demócratas como republicanas- para la flexibilización, tales como los proyectos de ley del pasado mayo “Ley de libertad para exportar a Cuba de 2017” y “Ley de Libertad para viajar a Cuba”, propuestas en el Congreso y el Senado respectivamente.

En el ámbito político, Trump se ha precipitado, teniendo en cuenta las elecciones de 2018 en Cuba – para las cuales Raúl Castro ha anunciado retirarse – y las posibilidades de disminuir las polaridades entre ambos gobiernos. En este sentido, las rápidas reacciones cubanas anunciaron la continuidad de la política de “defensa a la autodeterminación interna y soberana” tradicional; si bien el gobierno de la isla no descarta su pretensión de continuar negociaciones con Estados Unidos basados en el respeto mutuo.

El presidente norteamericano parece ignorar la historia de los últimos 58 años de relaciones entre los dos países y las realidades posteriores a 2014. Ciertamente estas medidas tendrán un impacto económico en Cuba, en recesión desde el pasado año. Pero la isla “sobreviviente” a complejos escenarios externos e internos mantiene el apoyo internacional y su política externa permite el diseño de estrategias para enfrentar el actual contexto. En último lugar, Trump cerró sus ojos ante el “admitido” fracaso de políticas similares efectuado por su predecesor: solo dinámicas internas generarán mudanzas en Cuba.